Los casos de Timple (Lanzarote) y Grisito (Manacor) se han viralizado en las redes sociales estos últimos días. Seres humanos que deciden torturar brutalmente hasta la muerte a un perro y a un gato. Para el sufrimiento y la muerte de estos (y tantos otros animales) a manos de sus agresores ya no hay reparación posible. Cabe preguntarse si esos actos al menos serán castigados por la vía legal. La respuesta contundente es NO. En el caso de Timple, ha bastado con que quienes lo torturaron hasta la muerte grabándolo en video y difundiéndolo reconozcan los hechos. Un pacto con la fiscalía les ha supuesto solo cuatro meses de cárcel y 16 meses de inhabilitación para la tenencia de animales. No entrarán en la cárcel porque para ello sería necesario una pena superior a los dos años, y esto el Código Penal no lo contempla para casos de maltrato animal. Es importante entender que las leyes de Protección Animal (actuales o venideras) no son las que acabarán con la impunidad de quienes maltratan animales. Para que pueda haber penas de cárcel ha de haber una reforma del Código Penal. Por ello, un activismo muy necesario iría en esta dirección. También es importante apuntar que estos casos han sido mediáticos, pero infelizmente no son aislados; la violencia humana ejercida sobre animales es común. Muchas veces con la connivencia (por acción u omisión) de las personas que lo presencian y/o de las autoridades competentes que no hacen nada al respecto.

Por otro lado, la indignación ha sido manifestada en redes sociales y diversos colectivos animalistas han organizado protestas. Se han difundido las imágenes y datos de los torturadores demandando un concepto con muchos matices: justicia. ¿Es posible una respuesta justa ante actos tan brutales? Las penas de cárcel podrían ser un elemento disuasorio y, sin duda, indigna la impunidad. El escrache público procura aliviar la impotencia generada por el vacío legal. Y ante las movilizaciones y protestas voces que, como no, apuntan lo poco relevante e incluso indignante que es movilizarse por un perro o un gato cuando tantos humanos sufren en este país o en otros por diversas causas. Quizás, esto último, el hecho de minimizar la violencia despiadada, solo porque se ha ejercido sobre individuos de otras especies, apunte a las raíces de un problema: un humanismo antropocéntrico y extendido. ¿Cabría desde ese humanismo preocuparse al menos por la posibilidad de que quienes torturan animales, si tuvieran la oportunidad, tal vez serían capaces de ejercer la misma crueldad sobre niños, niñas o cualquier otra persona? ¿Es capaz ese humanismo de reflexionar sobre la posible relación entre el modo de entender lo animal como lo inferior, y lo que esa idea, al ser extrapolada a seres humanos percibidos como diferentes, puede dar lugar?

Lo animal es empleado a menudo y en muchos sentidos, positivos y negativos, a partir de cualidades reales o imaginadas de determinadas especies. La animalización de personas racializadas, colonizadas, mujeres, etc. ha sido (y sigue siendo) una potente herramienta para excluir, oprimir e incluso aniquilar a otros seres humanos, siendo esto, además, aceptado por la mayoría del grupo social. El historiador y psicólogo Jacques Semelin (2007), al estudiar los imaginarios que unos grupos humanos construían sobre otros para llevar a cabo una masacre, observó que la deshumanización del otro se realizaba a través de la animalización. El otro humano percibido como animal hace que someterlo, violentarlo y/o matarlo se convierta en algo aceptable moralmente e incluso necesario. La violencia ejercida sobre los animales no humanos se construye de un modo similar. Aprendemos desde la infancia a verlos como seres que nos sirven para distintos fines, a los que podemos querer y debemos respetar, pero con límites, ya que lo único realmente importante en el universo es el ser humano, sus necesidades y sus intereses. Incluso aprendemos que el “respeto” no está reñido con las formas más diversas y crueles de explotación si la finalidad es obtener un rendimiento productivo de sus cuerpos. Este pensamiento está en los cimientos de nuestra sociedad, se acepta moralmente y se considera necesario. ¿Lo es? ¿Nos lo hemos cuestionado realmente? ¿Participaríamos, lo aceptaríamos, miraríamos hacia otro lado si se tratase de seres humanos? Esta última cuestión es abordada por el psicólogo Philip Zimbardo en su libro “El efecto Lucifer” (2008) a partir de un estudio científico realizado por él mismo en 1971 y conocido como el “Experimento de la cárcel de la Universidad de Stanford”. Este experimento del que participaron un grupo de estudiantes cuya evaluación psicológica mostraba normalidad, reveló que la gente normal y corriente bajo determinadas circunstancias son capaces de cometer atrocidades e incluso disfrutar haciéndolo. Zimbardo, a medida que avanza en el examen que lleva a cabo de distintos casos de masacres, torturas y genocidios llevados a cabo en distintas partes del mundo, nos insta a preguntarnos “¿yo también?”.

En los comentarios visibles en redes sociales y noticias sobre los casos de Timple y Grisito, se refleja un sentir indignado por la crueldad impune practicada sobre dos inocentes, pero también se muestra esa parte de la sociedad incapaz de entender que su sufrimiento importa, aunque pertenezcan a otras especies. En esencia compartimos algo: la capacidad de sentir miedo y un inmenso sufrimiento cuando alguien decide maniatarnos e impedirnos respirar mientras filman nuestra agonía, o sacarnos los ojos con los dedos mientras nos golpean y ahogan con una cuerda, o patearnos como si fuéramos una pelota hasta causarnos la muerte (caso de una gatita en un pueblo de Jaén).

Vargas Llosa (2010) argumentaba que la crueldad inherente a la vida no iba a disminuir con la prohibición de las corridas de toros y sugería que, de hecho, podría reorientarla hacia nuestro prójimo (humano). Su lectura reduccionista de la crueldad y de los modos de ejercerla obedecía a la defensa de su afición: la tauromaquia. Pero la crueldad y los modos de llevarla a cabo son mucho más que una especie de imperativo biológico del cual no podemos escapar. La crueldad como la empatía son aspectos complejos de la vida humana, que se desarrollan y expresan (o no) influenciados por muchos factores y contextos. Pretender que para los seres humanos ejercer (visionar o aceptar) la violencia sobre toros, perros, gatos u otros animales es una manera de aplacar una crueldad innata que, de otro modo, nos llevaría a agredir a nuestro prójimo es, como poco, simplista. La violencia se aprende y, desde luego, se ejerce más fácilmente si lo aprendido es que determinadas vidas (humanas o no) importan menos, poco o nada. 

Reflexionar de forma (auto)crítica y continuada sobre las relaciones que establecemos con los demás animales y sobre nuestra concepción de la animalidad/humanidad, no es solo una cuestión que atañe al modo en que tratamos a otras especies, sino también a las relaciones humanas. Quizás, un día, tal como ha sucedido en las diversas masacres que forman parte de la historia de la humanidad, determinado colectivo podría decidir clasificarnos como animales (como si eso fuera malo o no fuera un hecho), considerarnos seres inferiores o despreciables por características que nos hacen diferentes, animales que no merecen vivir, cuyas vidas no importan, seres que merecen ser excluidos, torturados o aniquilados… Quizás, podría ser a la inversa y, tal como planteaba Zimbardo, habríamos de preguntarnos “¿yo también?”. Por supuesto, este tipo de acciones contienen una complejidad que va mucho más allá de la mera expresión de la violencia hacia el diferente, abarcando dimensiones como la identidad, la clase, el territorio, el contexto social, etc. Pero la historia tiende a repetirse una y otra vez y la crueldad se sigue practicando…

por Surama Lázaro

Referencias 

Semelin, J. (2007) The imaginary constructs of social destructiveness in Purify and Destroy. The Political Uses of Massacre and Genocide. Ed. Columbia University Press. Pp. 9-51

Vargas Llosa, M. (2010) Torear y otras maldades. En El País. Recuperado de https://elpais.com/diario/2010/04/18/opinion/1271541611_850215.html

Zimbardo, Philip (2008) The Psychology of Evil in The Lucifer Effect. Ed. Rider. Pp. 3-22